miércoles, 13 de mayo de 2009

La agonía del libro





La obra de arte que acompaña esta entrega del Boletín del prestigioso medioambientalista Elio Braslovsky “muestra una especie en extinción”: es "Bibliófilos", del pintor costumbrista sevillano José Jiménez Aranda (1837-1903).
Por Antonio Elio Brailovsky


Hace muchos años, un joven llamado Neftalí decidió escribir versos. El sopapo que le propinó su padre por dedicarse a ese oficio de maricones lo disuadió, no de la poesía, sino de publicarla con su nombre.
Así, Neftalí Reyes eligió el seudónimo con el que todos lo conocemos: se llamaría Pablo Neruda.
Hoy Neftalí encontraría otros problemas: nadie quiere publicar poesía. No se imprimirían los poemas de Neftalí y simplemente se perderían para siempre. Y si existe otro Neruda escribiendo en las sombras, tal vez no lleguemos a conocerlo nunca.
En un modelo editorial volcado al mercado, alguien decidió hace unos cuantos años que el mercado no absorbería poesía y este género literario dejó de editarse. De este modo, no sólo estamos impidiendo que se conozcan los nuevos poetas.
Neftalí Reyes eligió ser Pablño Neruda porque se inspiró leyendo los poemas del checo Jan Neruda, por quien sentía una gran admiración. ¿Encontraría hay Neftalí una versión castellana de los poemas de Jan Neruda? ¿Alguna mano piadosa los habrá colgado de esa abigarrada confusión que llamamos Internet?
Al dejar de publicar poesía estamos rompiendo una línea de continuidad iniciada mucho antes del nacimiento del idioma castellano, con las poesías amorosas del romano Ovidio, cuyo tono erótico no pudo soportar el emperador Augusto, y por eso lo desterró a un sitio infame.
Hace casi dos mil años que leemos a Ovidio, a quien no pudo destruir la represión de su mojigato emperador. Primero lo leímos en tablillas de cera, después en pergaminos y más tarde en letra impresa. Mientras tanto, los poetas nuevos quedan sujetos al efímero destino de un blog electrónico.
La continuidad de una cultura significa que unos artistas van inspirándose en los anteriores, por supuesto que si tienen oportunidad de conocerlos.
Acaba de terminar en Buenos Aires una de las Ferias del Libro abiertas al público más importantes del mundo, y todos los comentarios se refieren a sus aspectos comerciales. Nos preocupamos mucho menos de lo que ocurre con la promoción de la cultura.
Pero el mercado no siempre es el mejor regulador de todas las cosas. Por influjo del mercado, la poesía dejó de ser rentable. Poco después, el cuento siguió el mismo destino. Si hoy llegaran con su carpeta a una editorial, sin que nadie los conociera, ¿publicarían sus cuentos Horacio Quiroga y Jorge Luis Borges? ¿O se perderían sus obras para siempre?
Este año, en medio de la gran fiesta del libro, el mercado dio otra vuelta de tuerca. Me informan que varias editoriales están reduciendo la edición de novelas.
-Es un año de crisis y en época de crisis las novelas no venden poco -me dicen- Vamos a vender muchos libros de autoayuda.
De modo que empecé a preguntar qué destino tendrían algunas grandes obras de la literatura universal si sus autores fueran noveles en vez de famosos:
-¿Publicarías el "Ulises", de James Joyce, si el autor fuera desconocido? -pregunto.
-No -me contestan- es demasiado difícil de leer.
-¿Publicarías "En busca del tiempo perdido", de Marcel Proust?
-No, es demasiado largo. Me cuesta mucho vender un libro de más de 200 páginas.
-¿Publicarías "Cien años de soledad", de Gabriel García Márquez, si nadie conociera al autor?
-No, es demasiado complicado. Vendemos mejor los libros sencillos.
No sé si será cierto, y en el marco de este comentario tal vez tenga poca importancia. Lo que sí es cierto es que someter la cultura exclusivamente a las reglas del mercado está dañando severamente nuestro patrimonio literario.
En un contexto en el cual cada uno de los actores destaca las responsabilidades de los otros, el libro se transforma en un objeto descartable. El mercado (metáfora que habla de las acciones de muchos seres humanos concretos) está tratando a los libros como si fueran revistas, con una vida útil cada vez más reducida. Para realizar ganancias (o solamente para sobrevivir) hay que editar continuamente nuevos libros que desplacen a los anteriores. Para resguardarse de la crisis, hay que reducir la tirada y subir el precio.
En consecuencia, el público compra menos. La respuesta de los organizadores de la Feria no es promocionar la lectura sino reducir la presencia de un público que mira los libros como objetos de lujo.
Los libros que sobran a menudo se destruyen en vez de enviarlos a las mesas de saldos, para evitar que el libro barato compita con el libro caro que acaba de editarse.
¿Queda acaso el resquicio de las ediciones de autor?
No, de veras que no. Acabo de hablar con libreros, que me dicen:
-El espacio que tengo en las mesas no es infinito. Lo libros que llegan de las editoriales que trabajan con ediciones de autor se quedan en el depósito sin abrir los paquetes.
-¿Y si alguien los pide? -pregunto.
-Les tengo que decir que está agotado -me contestan-. Si bajo al depósito para abrir los paquetes, descuido el local y me roban los libros.
Podemos seguir indefinidamente con el anecdotario, pero lo importante ya está dicho: más allá de las mejores intenciones de cada uno de los actores sociales involucrados, la exclusividad del mercado está produciendo graves daños en nuestro patrimonio literario. Se edita una fracción ínfima de los libros que se escriben y el criterio de selección no tiene que ver con la calidad sino con las expectativas de venta. Estas variables no necesariamente coinciden, como se ve con las ventas de los libros de autoayuda.
Nos preocupamos por el patrimonio arquitectónico y salvamos de la demolición a aquellas obras emblemáticas que el mercado inmobiliario quiere transformar en centros comerciales o en torres de departamentos. También creamos parques nacionales y reservas naturales para proteger nuestro patrimonio natural, cuando el mercado quiere arrasar los bosques o transformar nuestra fauna en tapados de piel.
Pero aún no estamos haciendo nada por salvar el patrimonio literario que todos los días se redacta y que se va perdiendo por falta de políticas públicas de protección.
Existen editoriales estatales en Guatemala, El Salvador, Costa Rica, Cuba. Uruguay firma convenios internacionales para promocionar en el exterior los libros de sus editoriales estatales. Las hay en los diferentes Estados de México y además está su enorme Fondo de Cultura Económica. En Venezuela hay varias, como la muy importante Monte Ávila, el Perro y la Rana y la Colección Ayacucho. Estas editoriales tratan de publicar aquellas obras valiosas que no encuentran un lugar en el mercado. En un reciente debate en ese país, se planteó el desafío que significaba para el sector privado el competir con los precios bajos de las editoriales estatales. Es decir, que tenían que encontrar formas imaginativas de llegar al público con precios menores, en vez de la fácil solución de aumentarlos indefinidamente.
Se trata de una alternativa. Sin duda que hay otras posibles, como contratos de edición por parte de organismos públicos o una red de librerías estatales, como la que tuvo hace tiempo la Editorial Universitaria de Buenos Aires. Lo que realmente importa es recordar que el libro no puede ser vehículo de cultura si no hay políticas públicas al respecto.
Me llama la atención el que no estemos analizando propuestas sobre el tema. Y no me refiero solamente a los que ocupan cargos de gobierno. En estos días hay elecciones en la Argentina. Se presentan varios miles de candidatos para ocupar cargos electivos y todavía no conocemos la propuesta cultural de ninguno de ellos. Tanto el Gobierno como la oposición han olvidado que su función es discutir políticas públicas, no solamente candidaturas. ¿Los ciudadanos tendrán la energía necesaria para recordárselo?

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